¿Sabes hijo mío que te admiro?
¿Sabes hijo que se me va el aliento cuando siento
cómo crece tu ser luminoso,
en ese camino por el que me llevas de la mano?
¿Sabes amor de mi alma, que en mis dolores de tu ausencia,
me detengo para buscar por el aire
tu cálido cuerpo descansando en mi pecho,
transformando los recuerdos con nuevas ideas?
Hijo, niño pequeño de mi eterna categoría de padre,
quiero que sepas, aunque ya lo sabes,
que estoy aquí sintiéndote sorprendido de tu grandeza,
que en mi torpe manera de decírtelo
quisiera continuar buscando tu mejilla
para depositar en ella mi oscura manera de amarte.
¿Sabes hijo mío que aunque ya no volvamos a repetir
ésta nuestra historia,
continuaré elevando tu sonrisa en mis brazos,
que te cargaré sobre mis hombros siempre fuertes
para pasearte por veredas empedradas,
y que te arrancaré una sonrisa con mis bromas ya escuchadas?
¿Sabes precioso suspiro de mi alma,
que aunque todo me parezca un sueño,
aquí tienes a tu papá, loco y torpe,
llorando de felicidad,
esa manera nueva de sentirte,
de amarte, de llevarte a cuestas,
de hablar contigo,
de jugar contigo en mis ilusionados sueños?
¿Cómo no amarte alma de mi alma?
¿Cómo no abrazarte sin cansancio físico que me detenga?
¿Cómo no hacerte volar de las más de mil maneras nunca vistas?
¿Cómo no ofrecerte este pecho
que añora recibirte sonriente y confiado?
¿Sabes cariño mío que de entre mis labios cerrados
siempre se escapará la palabra maravillosa
que me hace amarte más y más?
Gracias.
Si, gracias, eterno hijo mío.
Gracias, Ernest.
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